Primero fue un solo perro: un perro que se lanzó hacia abajo desde las barrancas del Río Paraná, en Rosario, Argentina. Se pensó que era un accidente, hasta que sucedió con otro perro, y otro, y otro. En el transcurso de un año hubo más de cincuenta perros que se lanzaron desde esas pintorescas barrancas de treinta metros de altura. Por eso la gente empezó a hablar de suicidios de perros.
Los expertos, sin embargo, dijeron que no, que ningún perro piensa en suicidio. La conclusión a que éstos llegaron fue que a los canes los engañaron ondas ultrasónicas, ya sea las que emiten los pájaros que pasan volando cerca de las barrancas o las que producen las lanchas rápidas que pasan por el río. No existe —sostuvieron los investigadores— el suicidio de perros.
Los expertos tenían razón. Los perros no se suicidan. Tampoco se suicidan los caballos, ni las vacas, ni los gorilas ni los tigres. No se suicida ningún animal, por mal que le vaya, porque no se le ocurre. Es más, el animal, sin saber que es un ser creado, respeta demasiado al Creador para hacer eso.
¿Quién se suicida? El hombre, que tiene conciencia, corazón y sentimientos. Se suicida el hombre que ve frustrados sus sueños, que pierde sus esperanzas, que huye de la ansiedad.
Se suicidan los que tienen una carga de conciencia porque han cometido un crimen y comprenden lo terrible del hecho. Se suicida el millonario que ha perdido toda su fortuna. Se suicida el político que ve hundidas sus aspiraciones. Se suicida el pobre que no le ve salida a su condición.
Pero no lo hace ningún animal. Son los hombres y las mujeres, los jóvenes y los niños, a quienes la carga de la vida se les hace insoportable, los que recurren al suicidio pensando que así aliviarán sus penas.
Con tantos problemas que hay en la vida, ¿qué impide que se suicide una persona? Que tenga temor de Dios, con Jesucristo como Señor y Dueño, y por consiguiente confianza absoluta en el mañana. A tal persona el futuro no se le hace insufrible. Por negras que sean las nubes, siempre tiene esperanza.
Los que tenemos fe en Cristo y nos hemos entregado de lleno a su divina voluntad tenemos con qué soportar la calamidad. Cuando Cristo es nuestro amigo, no andamos solos. Como fiel compañero que es, nos acompaña, nos protege, nos consuela, nos levanta el ánimo y nos libra de la desesperación.
Encomendémosle nuestra vida a Cristo. Él cambiará nuestro dolor en gozo y nos dará esperanza para el futuro.