El siglo dieciséis fue testigo de la cruel explotación del continente americano a manos de los conquistadores europeos. Éstos iban en busca de oro, pues sabían que era el camino más rápido y seguro para alcanzar el poder y la gloria. A diferencia de otros imperios del Nuevo Mundo, el reino de Yucatán carecía de ese precioso metal. Pero de esto no se enteraron Hernán Cortés ni sus trescientos hombres sino hasta después de llegar a conocer a los habitantes de aquella hermosa región. Como la tierra no tenía oro —afirma Fray Bartolomé de las Casas—, Cortés no acabó con los indígenas obligándolos a sacar el oro de las minas, sino que lo minó de los cuerpos y de las ánimas de aquellos a quienes él no mataba pero «por quienes Jesucristo murió», pues los convertía en esclavos sin distinción alguna. Para colmo, los vendía por el infame precio de vinagre, tocinos, vestidos, caballos, o cualquier otro comestible o chuchería que se le antojara.
A las jóvenes Cortés las vendía en subasta, entre cincuenta y cien a la vez, y aun por las más atractivas se contentaba con recibir unos cuantos litros de vino o de aceite o vinagre, o un tocino nada más. De igual modo trataba a los muchachos que seleccionaba, de cien a doscientos a la vez, sin ningún criterio definido. A un joven que parecía hijo de príncipe lo vendió por un queso, mientras que a cien personas las vendió por un caballo. «En estas obras estuvo desde el año veintiséis hasta el año treinta y tres —concluye el fraile español—, ... siete años asolando y despoblando aquellas tierras, y matando sin piedad aquellas gentes».1
De veras es incalculable el daño que durante siete largos años les causó a esos indefensos indígenas de Yucatán el conquistador Hernán Cortés. Pero ese daño no le llega ni a los tobillos al infinito beneficio que les trajo en menos de la mitad de ese tiempo el conquistador Jesucristo. A diferencia de Cortés, Cristo no los mató ni los hizo esclavos con el fin de venderlos a cualquier precio, sino que murió en su lugar, pagando así el precio supremo por su redención con el fin de liberarlos de la esclavitud del pecado.2 Aun peor que la tragedia física es la tragedia espiritual de la que fue culpable Cortés. En vez de llevarles a los yucatecos el santo evangelio con la esperanza de vida eterna —que era la justificación de la conquista—, les llevó la muerte segura: tanto la física, que es temporal, como la espiritual, que es definitiva. El Conquistador espiritual se inmoló en vano por ellos porque los conquistadores materiales que tenían la responsabilidad de llevarles la salvación les llevaron la condenación. ¡Quiera Dios que de ninguna manera permitamos que vuelva a ocurrir esa tragedia! Determinemos hoy mismo, al aceptar el precio del rescate que pagó por nosotros, que su muerte en nuestro lugar no será en vano.
1 | Fray Bartolomé de las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las indias, citado en Cronistas de indias: Antología, 3a ed. (Bogotá: El Áncora Editores, 1992), pp. 48-50. |
2 | 1Ti 2:6; Heb 9:12; 1P 1:18‑19 |