A los catorce años de edad Anita Briones tenía la cabeza llena de sueños. Era bella, alegre, talentosa, y tenía una gran disposición para el arte. Le habían hecho pruebas ya de fotografía y actuación, y había salido bien. Podía soñar con una carrera como artista. Pero una noche salió a la calle para asistir a una fiesta. Esa fue su última salida. Una banda de adolescentes capitaneada por Rubén Guerrero de dieciocho años de edad, sin saber ni a quién apuntaban, la mató.
El primer tiro le dio en un brazo, y luego seis más en el cuerpo. Las expresiones tristes y confundidas de la madre fueron: «Estos jóvenes matan por el solo gusto de matar. No tienen ni preocupación, ni conciencia ni corazón. Mataron a mi hija por nada.»
Hay pandillas de adolescentes que salen en sus autos, armados de pistolas. Si no encuentran una pandilla rival en la cual descargar sus armas, eligen a la primera persona que ven y la matan, sin el menor remordimiento de conciencia.
Para algunos jóvenes de nuestro tiempo, matar a una persona tiene menos importancia que matar un perro. Derramar sangre humana y verla regada por el suelo les produce menos preocupación que derramar Coca Cola en la mesa de la pizzería.
¿Cómo es posible que exista esa despreocupación inhumana en algunos de nuestros adolescentes? ¿A qué se deben las pandillas y la violencia homicida? Todo el mundo habla y da sus opiniones, pero el mal continúa, y como que no hay solución.
Los jóvenes que se sienten arrastrados por este modo de vida necesitan reconocer que vivimos en un mundo compuesto no sólo de acciones sino también de consecuencias. Cada acción siempre tiene su consecuencia, y no hay quien pueda eludir esa ley universal.
Cada acción nuestra es un ladrillo que va construyendo el edificio que es nuestra vida. Somos hoy el conjunto de todas las semillas que en el pasado hemos sembrado. Y mañana seremos el conjunto de todas las semillas que estamos sembrando hoy. Esa es la ley eterna e inexorable de la cosecha.
Ahora bien, a fin de evitar esas acciones que producen consecuencias tan desastrosas, los padres de hijos pequeños necesitan, por su parte, darles el ejemplo de rectitud y moralidad que en el mañana hará de ellos personas dignas y honorables. Todo padre desea eso para sus hijos. Pero esa formación comienza hoy, no mañana.
Ya seamos padres o hijos, nunca perdamos la fe en Dios. Él no es un ser muerto. Él vive y siempre corresponde al clamor de sus hijos. Si se nos ha de perder algo, determinemos que no será nuestra fe.