«Afortunadamente, tras cenagoso viaje por penosas llanuras y hondos caños, dimos con el lugar donde habían quedado las canoas, y a palanca comenzamos a remontar los sinuosos ríos, hasta que entramos, a boca de noche, en el atracadero de la ramada.
»Desde lejos nos llevó la brisa el llanto de un niño, y, cuando llegamos... salieron corriendo unas indias jóvenes, sin atender al Pipa, que en idioma terrígeno alcanzó a gritarles que éramos gente amiga....
»Lentamente, apenas la candela irguió su lumbre, se nos fueron presentando los indios nuevos, acompañados de sus mujeres, que les ponían la mano derecha en el hombro izquierdo para advertirnos que eran casadas. Una que llegó sola nos señalaba el chinchorro de su marido y se exprimía el lechoso seno, dando a entender que había dado a luz ese día. El Pipa, ante ella, comenzó a instruirnos en las costumbres que rigen la maternidad en dicha tribu: al presentir el alumbramiento, la parturienta toma el monte y vuelve, ya lavada, a buscar a su hombre para entregarle la criatura. El padre, al punto, se encama a guardar dieta, mientras la mujer le prepara cocimientos contra las náuseas y los cefálicos.
»Como si entendiera estas explicaciones, hacía la moza signos de aprobación a cuanto el Pipa refería; y el cónyuge..., de cabeza vendada con hojas, se quejaba desde el chinchorro y pedía cocos de chicha para aliviar sus padecimientos.»1
A esta anécdota contada por Arturo Cova, protagonista de la clásica novela La vorágine del autor colombiano José Eustasio Rivera, con sobrada razón la podemos tildar como el colmo del machismo. Porque, francamente, ¡es el colmo que en cualquier parte del mundo, sea o no presuntamente civilizado, haya hombre alguno que, en aras del machismo, invierta las tablas durante el posparto, como si fuera él y no su esposa quien acaba de dar a luz un hijo! ¿A qué clase de hombre pudo habérsele ocurrido por primera vez semejante tergiversación de la justicia? ¿Y cómo habrá logrado aquel pícaro convencer a sus congéneres de que aprobaran y llegaran a normalizar tal conducta?
Tal vez la única justificación válida que pudiera acreditársele a un hombre para que se trastrocaran esos papeles sería que él se identificara a tal grado con su esposa que sintiera en carne viva y propia su dolor. Para el hombre, eso no parece que fuera posible; en cambio, para Dios sí fue posible. Porque en el caso sobrenatural de nuestro Padre celestial, fue mediante el alumbramiento de la virgen María, quien dio a luz a su hijo Jesucristo, el unigénito Hijo de Dios, que Él se identificó plenamente con nosotros. En ese acto de encarnación, Dios se hizo hombre a fin de que pudiera realmente identificarse con todos nosotros en nuestros padecimientos humanos, comenzando con los dolores de parto y las molestias durante el posparto de toda mujer que ha dado a luz, tal como su propia madre.
1 | José Eustasio Rivera, La vorágine (Buenos Aires, Argentina: Ediciones Corregidor, 2002), p. 163. |