Eran cinco parejas suecas. Cinco parejas de matrimonios jóvenes. Cinco parejas que, a pesar de provenir de distintos lugares y distintas capas sociales, llevaban un mismo rumbo y los guiaba una misma intención.
Estas cinco parejas de matrimonios sin hijos iban para Colombia, en un vuelo de Avianca, a fin de adoptar como hijos a cinco niños colombianos. Era pura casualidad que las cinco parejas tomaran el mismo vuelo. Cada pareja había esperado tres años para que llegara el ansiado momento.
Pero el destino dispuso otra cosa. El avión de Avianca se estrelló en las afueras del aeropuerto de Madrid el domingo 27 de noviembre de 1983. Las cinco parejas murieron en el accidente. Ellas quedaron para siempre sin hijos. Y cinco niños colombianos quedaron sin padres.
La vida está llena de planteos sin solución y de preguntas sin respuesta. Uno podría pensar: si estas cinco parejas de matrimonios jóvenes, ansiando tener un hijo adoptivo, hacían el sacrificio de volar de Suecia a Colombia, de invertir grandes sumas de dinero y de abrir su corazón generosamente a un niño extraño, ¿no debieron haber tenido un final mejor?
¿Por qué tuvieron que tomar precisamente ese avión fatal? ¿Por qué tuvieron que escoger precisamente ese día para volar, pudiendo volar en cualquier otro? ¿Por qué no adoptaron niños de Suecia, que hay muchos, y les habría salido más económico y más fácil, y no ir a buscar niños a Colombia, haciendo un viaje tan largo y con el resultado que tuvieron?
Podemos multiplicar los interrogantes hasta el infinito. Podemos dibujar un gesto amargo en la boca y protestar contra Dios, que es contra quien casi siempre protestamos. Aun podemos musitar una blasfemia.
Sin embargo, ninguna de esas reacciones demostraría sabiduría. No vale la pena enojarse contra hechos cuya razón profunda escapa a nuestros sentidos. Hay hechos incomprensibles, es cierto; hay sucesos que nos parecen terriblemente injustos, es verdad. Pero por encima de todas estas complejidades ingobernables de la vida, hay siempre un Dios de orden y justicia, y Él sabe por qué permite lo que permite.
La fe en un Dios que es Padre bondadoso nos ayuda, si no a entender el porqué de todas las desgracias que nos ocurren, a hallar la resignación, la fortaleza y el estímulo necesarios para seguir adelante. Más vale que invoquemos a Cristo en el momento de dolor incomprensible.