«El cacique Huantepeque asesinó a su hermano en la selva, lo quemó y guardó sus cenizas calientes en una vasija. Los dioses mayas le presagiaron que su hermano saldría de la tumba a vengarse, y el fratricida, temeroso, abrió dos años después el recipiente para asegurarse de que los restos estaban allí. Un fuerte viento levantó las cenizas, cegándolo para siempre.»1
Así concluye el brevísimo cuento titulado «El vengador» del escritor hondureño Óscar Acosta, a quien en 1979 se le otorgó el Premio Nacional de Literatura. Lo cierto es que el vengador de la muerte del hermano del cacique bien pudo haber sido Dios mismo, que en su Libro Sagrado dice: «Mía es la venganza; yo pagaré»,2 y lo lleva a la práctica comenzando con el primer homicidio de la historia universal. Pues cuando Caín mata a su hermano Abel, Dios condena a Caín al destierro, a una vida errante como fugitivo, sin que pueda volver a disfrutar de los frutos de la tierra.3
Posteriormente, cuando todos los hombres de Sodoma se empeñan en violar a los dos hombres que están hospedados en la casa de Lot, Dios venga a Lot y a sus huéspedes dejando ciegos a los jóvenes y ancianos que se agolpan contra la puerta de la casa, y acaba por destruir por completo la ciudad y a todos sus habitantes con una lluvia de fuego y azufre.4
Más adelante, hay otras dos ocasiones en las que Dios se venga cegando a quienes persiguen a sus siervos, pero no de modo permanente, como en el caso de los hombres perversos de Sodoma o como le sucedió en el cuento al cacique Huantepeque. En la primera ocasión, el siervo de Dios es el profeta Eliseo, a quien el rey de Siria manda capturar debido a que el profeta de Dios ha estado delatando todos sus planes de guerra contra Israel. Cuando el rey sirio manda cercar con caballos y carros de combate la ciudad donde se encuentra Eliseo, Dios rodea a Eliseo con caballos y carros de fuego, y se venga castigando al ejército sirio con ceguera, conforme a la petición del profeta. Pero Eliseo, una vez que los ha conducido hasta dentro de la ciudad enemiga, no sólo pide y consigue que se les restaure la vista, sino que les perdona la vida y manda que les sirvan un gran banquete y les permitan regresar a su tierra, de modo que no vuelven a invadir el territorio israelita.5
En la segunda ocasión, los siervos de Dios son los seguidores de Cristo, y quien los persigue es Saulo de Tarso. Saulo tiene la intención de llevar presos a Jerusalén a los discípulos del Señor cuando Dios lo intercepta camino a Damasco con una luz resplandeciente que lo deja ciego durante tres días. Sin embargo, la misericordia de Dios es tal que su Hijo Jesucristo —que ya hacía algún tiempo había muerto crucificado por culpa de sus hermanos judíos pero que, a diferencia del hermano del cacique en el cuento de Acosta, sí había salido corporalmente de la tumba— no se venga como es de esperarse, sino que le devuelve la vista a Saulo y lo comisiona como apóstol de los gentiles para que sea su portavoz a las naciones y a sus reyes. De ahí que Cristo le diga: «Te envío a éstos para que les abras los ojos y se conviertan de las tinieblas a la luz... a fin de que, por la fe en mí, reciban el perdón de los pecados...»6
1 | Óscar Acosta, «El vengador», en Jorge Luis Oviedo, Antología del cuento hondureño (Tegucigalpa, Honduras: Editorial Guaymuras, 1988, 2007), p. 74. |
2 | Dt 32:35; Ro 12:19; Heb 10:30 |
3 | Gn 4:1-15 |
4 | Gn 19:1-29 |
5 | 2R 6:8-23 |
6 | Hch 9:1-19; 22:3-21; 26:9-20; Ro 11:13; Gá 2:8 |