Medía casi trece metros de largo y pesaba novecientos treinta kilos. Estaba hecha de maderas finas, y tenía corazón eléctrico. Sus venas eran de metal, y se estiraban a más de doce metros. Tomó un año escolar entero construirla, y llegó a ser el orgullo de sus inventores.
Cuarenta estudiantes, ufanos y triunfantes, la condujeron al escenario de su escuela. Todos los presentes admiraron la habilidad de esos jóvenes.
Era una enorme guitarra eléctrica, la más grande del mundo, según sus fabricantes. Al mostrársela a profesores, padres de familia, y al público en general, lo hicieron poniendo sobre ella un gran cartel que decía: «Queremos cantar».
Esa guitarra en sí mostraba mucho acerca de la imaginación y de la habilidad de aquellos jóvenes. Pero el mensaje que pusieron sobre ella también mostraba mucho acerca de ellos. Querían cantar, y la enorme guitarra era una dramática expresión del deseo que tenían ellos y tienen todos los jóvenes del mundo. Los jóvenes quieren cantar.
Podemos imaginar cómo serían los decibelios de sonido que producía esa guitarra: como para reventar los tímpanos de una ballena.
La verdad es que, en el fondo, todo el mundo quiere cantar. Es más, todo el mundo necesita cantar.
«Queremos cantar» es la petición de millones de personas que viven sufriendo el dolor de la desesperación. «Queremos cantar» piden millones de enfermos torturados por la agonía de una enfermedad incurable.
«Queremos cantar» es el clamor de otros que viven bajo gobiernos opresivos, despóticos y tiránicos. «Queremos cantar» dicen millones de niños abandonados que vagan por las calles, sin hogar, sin padre, sin madre, sin refugio.
Y finalmente, «Queremos cantar» dicen millones de hombres y mujeres presos del pecado sin saber cómo ni quién podrá librarles de esa esclavitud. «Queremos cantar» dice el mundo, buscando algún alivio de su esclavitud.
Ninguno de nosotros puede hablar con todo el mundo a la vez, pero sí podemos hablar con las personas una por una. Hay un refugio que trae paz, sosiego y calma en medio de la confusión de esta vida. Ese refugio es una persona. Esa persona es Jesucristo.
Las palabras de Cristo son clásicas y merecen ser repetidas vez tras vez. Han sido la fuerza salvadora para millones de personas. «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mateo 11:28).
Esa invitación es para cada uno de nosotros. Podemos con absoluta confianza corresponder a ella. Basta con que digamos de corazón: «Señor Jesucristo, acepto el descanso que me brindas. Gracias por el motivo que me das para cantar.»