Había feria en el pueblo al que acababan de llegar tres jóvenes pobres.
—¿Cómo hacemos para divertirnos? —preguntó uno de ellos al pasar por una huerta en la que un borrico estaba sacando agua de la noria.
—Ya sé cómo —contestó otro—: Pónganme a mí en la noria y llévense el borrico al mercado, que seguro que ahí lo van a poder vender en seguida.
Y así se hizo. Después que sus compañeros se fueron con el borrico, el que había quedado en su lugar detuvo la marcha.
—¡Arre! —gritó el hortelano, que no había visto nada debido a que estaba trabajando a cierta distancia.
El supuesto borrico no se movió ni hizo sonar la campana. El hortelano subió a la noria, ¡y cuál no sería su sorpresa al descubrir que su borrico se había convertido en un ser humano!
—¿Qué es esto? —exclamó.
—Mi amo —respondió el joven—, unas pícaras brujas me convirtieron en borrico, pero ya cumplí el tiempo de mi encantamiento, y he vuelto a mi estado original.
El pobre hortelano se desesperó, pero no tuvo más remedio que quitarle los arreos y decirle que se fuera con Dios. Luego, afligido, se dirigió a la feria para comprar otro burro. Dio la casualidad de que el primero que le procuraron vender era su propio burro, que unos gitanos acababan de comprar. Tan pronto como lo vio, echó a correr, exclamando: “¡Quien no te conozca, que te compre!”»1
De ese gracioso cuento procede el dicho con el que damos a entender que como ya conocemos lo que se nos ofrece, no hay modo de que nos lo vendan. El hecho de conocer algo a la perfección nos permite rechazarlo porque no nos conviene o porque sabemos realmente de qué se trata, y sin embargo Jesucristo, el Hijo de Dios, hizo precisamente lo contrario en el caso nuestro. San Pablo nos enseña que no somos nuestros propios dueños porque hemos sido comprados por un precio.2 Y San Pedro nos explica que ese precio es el que pagó Dios para rescatarnos de nuestra vida pasada, no con oro ni con plata, sino con la sangre de Cristo.3 ¿Acaso no sabía Dios, cuando decidió pagar el precio supremo enviando a su Hijo al mundo a morir por nosotros, que nosotros no valíamos la pena? ¿Cómo no iba a conocernos a la perfección el que nos hizo con libre albedrío y por lo tanto propensos a un sinnúmero de imperfecciones?
Dios pudo habernos rechazado por el hecho de saber con certeza que se trataba de nosotros con todas nuestras imperfecciones, pero hizo todo lo contrario: mostró su amor por nosotros cuando todavía éramos pecadores y no habíamos hecho nada para merecerlo.4 Pagó un precio muy alto para que pudiéramos convertirnos en príncipes con todos los derechos y privilegios de su reino. Cristo pudo haber dicho: «¡Quien no te conozca, que te compre!» En cambio, dijo: «Te conozco, y sin embargo te compro.» Más vale que no echemos a correr rechazando su oferta, sino que corramos a aceptarla.
1 | Cuentos y poesías andaluces, Fernán Caballero (1859), citado en José María Iribarren, El porqué de los dichos (Pamplona, 1994), citado en Gregorio Doval, Del hecho al dicho (Madrid: Ediciones del Prado, 1995), pp. 49,50. |
2 | 1Co 6:19,20 |
3 | 1P 1:18,19 |
4 | Ro 5:8 |