Corrían los últimos años del pontificado de Benedicto XIV. El papa contaba con el respeto y la amistad de todo el mundo, pero pocos sabían lo mucho que él sufría con el mal de gota. Y por si fuera poco, también lo hacía sufrir el acoso tenaz de un representante suyo, que quería que Su Santidad le concediera la gracia de beatificación a cierto fraile que él veneraba. La insistencia del postulador fue tal que Benedicto, tan tolerante como jovial, no resistió más y le dijo: «Está bien. Yo le pediré a ese fraile mi curación, y según él se porte conmigo, así yo me portaré con él.»1 ¿Quién hubiera pensado que al candidato a convertirse en santo de la Iglesia Romana se le pusiera el requisito de hacer un milagro comprobado no sólo por sino también en la persona misma del papa que habría de ser la máxima autoridad en el proceso?
Ya hacía unos diecisiete siglos que el Señor Jesucristo había enunciado ese principio de reciprocidad al que aludía el papa boloñés Benedicto en tono irónico. Tal vez una de las traducciones mejor logradas de la versión original de la regla de oro del Sermón del Monte sea la de la Nueva Versión Internacional de la Biblia, que dice así: «En todo traten ustedes a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes.»2 Lo que debemos notar es que no dice que tratemos a los demás tal y como nos tratan a nosotros, que lamentablemente es la manera como muchísimas personas de todos los siglos y culturas la han interpretado y practicado con exagerada frecuencia. Dice más bien que tratemos a los demás tal y como queremos que nos traten a nosotros.
Pues bien, si tuviéramos que hallar una fórmula para la paz universal, sería ésa. Si cada nación y cada ciudadano sencillamente pusiera en práctica esa regla práctica y sencilla, no habría necesidad de abordar el tema del desarme nuclear ni de firmar tratados sobre el cese del uso de minas terrestres. No habría prisioneros de guerra porque no habría más acciones bélicas de ninguna clase: ni guerras con cohetes ni guerras sin cuartel, ni guerras frías ni calientes, ni convencionales ni comerciales, ni atómicas ni bacteriológicas, ni químicas ni psicológicas, ni civiles ni revolucionarias, ni de sucesión ni de independencia, ni limítrofes ni mundiales, ni santas ni sucias, ni a tiros ni a muerte, ni de trincheras ni de palabras, ni de nervios ni de precios siquiera.
De modo que todo se arregla con esa regla... si nos disponemos a que rija nuestra conducta. Menos mal para nosotros que Cristo no siguió la versión errónea de su regla, a modo de refrán, que dice: «Si quieres que haga por ti, haz por mí», sino que más bien le prometió el paraíso al malhechor moribundo que estaba crucificado junto a Él,3 así como nos lo promete a nosotros que tampoco tenemos nada que ofrecerle que a Él le haga falta. Pues lo que Cristo quiere que hagamos por Él es que sigamos su ejemplo y sus principios,4 y que vivamos en santidad, en paz con Él y con nuestros semejantes.5
1 | Luis Junceda, Del dicho al hecho (Barcelona: Ediciones Obelisco, 1991), p. 166‑67. |
2 | Mt 7:12 |
3 | Lc 23:40‑43 |
4 | Mt 19:16‑19; 28:20; Lc 1:6; 11:28; Jn 14:21‑23; 1Jn 2:5 |
5 | Ro 5:1; 1Ts 5:23; Heb 12:14; 1P 1:15,16 |