Vestida de blanco, la niñita de seis años de edad cantó en el culto religioso de la Iglesia Bautista en Filadelfia, Pensilvania. Era el año 1903. Con ese sencillo principio nació una cantante de voz extraordinaria, que conmovió al mundo.
Cantó en los mejores teatros de Europa en la década de 1920. Cantó para varios presidentes en la Casa Blanca de Washington, Estados Unidos. Fue la primera de su raza en cantar en la Casa de la Ópera Metropolitana de Nueva York. Y llenó estadios en todo el mundo, armonizando el espíritu de millones de personas con su hermosa voz.
En abril de 1993, a los noventa y siete años de edad, dio su último canto. Fue un suspiro, el suspiro que la trasladó a la eternidad.
¿Quién era esa extraordinaria mujer con una voz tan excepcional? Era Marian Anderson, la muy notable cantante negra de fama mundial. Entre los muchos comentarios que se hicieron de ella, tal vez el más recordado sea el de Arturo Toscanini, que dijo: «La suya es una voz que se escucha una vez cada cien años.» Pero el comentario más significativo fue el siguiente: «Nunca levantó la voz sino para cantar.»
No puede haber elogio más grande que el decir de alguien que nunca usó la voz sino para elevar el ánimo de los demás, para infundir aliento, para consolar al triste. Entre las causas grandes de esta vida, entre los móviles que mueven al bien, está el de levantar el espíritu del que se siente abandonado.
Al otro extremo está el que sólo habla para maldecir; el que nunca tiene una palabra de consuelo; el que sólo arroja amargura, desagrado, tormento y dolor; el que nunca sonríe, nunca alaba, nunca conforta, nunca alienta.
Jesucristo dijo en cierta ocasión: «De la abundancia del corazón habla la boca» (Mateo 12:34). Marian Anderson cantaba porque todo su corazón era un canto. De su interior salía el canto que animó a medio mundo a lo largo de casi un siglo entero. Su canto era su alma, y su alma era su canto.
Adaptando las palabras de Cristo, podríamos decir: «Del contenido del alma se expresa la voz.» Es decir, lo que tenemos en el corazón determina tanto las palabras que decimos como el tono de voz con que las emitimos.
¿Qué podemos hacer para cambiar nuestras palabras negativas en palabras positivas? Cambiar el contenido de nuestro corazón. A eso se debe que digamos con tanta insistencia que cuando Cristo mora en nuestro corazón, tenemos paz y gozo. Y las palabras que decimos y la actitud que tenemos reflejan ese gozo. Él quiere cambiar nuestra tristeza en paz. Démosle entrada hoy mismo. De hacerlo así, nuestra vida será, en su totalidad, una vida nueva. Dejémoslo entrar.