Durante los primeros veinte años del régimen del general Francisco Franco, las autoridades españolas se esforzaban por garantizar que ninguna frivolidad comprometiera la solemnidad de la celebración de Semana Santa. A eso se debía que se cerraran los quioscos, los comercios, las salas de fiestas, los cafés, los teatros y los cines. Entre estos últimos, sólo se permitía que abrieran sus puertas al público los que presentaban películas religiosas. Fuera de una de estas películas, la única distracción que quedaba era visitar los monumentos de las diferentes iglesias.
Año tras año, en Semana Santa, las calles de las ciudades, con muy poco tráfico automovilístico, se congestionaban de mujeres con mantillas y peinetas. En Barcelona esta reiterada costumbre dio pie a un caso embarazoso. El maquetista del reconocido diario La Vanguardia, a fin de ilustrar un reportaje, le pidió al encargado del archivo que buscara una fotografía de señoritas ataviadas a la forma tradicional. Éste logró encontrar una foto que correspondía al año anterior, y se la dio con el comentario: «Total, no hay diferencia.»
¿Cómo iban a saber esos dos dependientes «vanguardistas» que una de las muchachas retratadas había fallecido unos meses antes? ¡Pues por la llamada telefónica que a la mañana siguiente recibieron de parte de la indignada y dolorida madre de la difunta! Ya nos podemos imaginar la vergüenza que aquellos imprudentes empleados pasaron por semejante descuido, y la «fe de errata» que tuvo que publicar el desprestigiado diario.1
Lo cierto es que algo parecido, pero a la inversa y en escala mayor, ocurrió en los medios de comunicación dedicados a dar a conocer los sucesos de la primera Semana Santa. Según la historia sagrada, en el momento en que Jesucristo exhaló su último suspiro en la cruz, «la tierra tembló y se partieron las rocas. Se abrieron los sepulcros, y muchos santos que habían muerto resucitaron. Salieron de los sepulcros y, después de la resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos.»2
En el caso de la señorita española, a causa de un error inadvertido que se difundió como una versión extraoficial, a la gente se le dio a entender que ella, que había muerto, aún vivía y deambulaba por las calles de Barcelona, lo cual no era cierto. En cambio, en el caso de Cristo y de los santos, a causa de un engaño intencional que se difundió como «la versión oficial», a la gente se le dio a entender que ellos, que también habían muerto, no habían vuelto a vivir ni a deambular por las calles de Jerusalén, lo cual tampoco era verdad.3 Lo cierto es que éstos sí resucitaron, y es por eso que hasta hoy en cada Semana Santa hay tantos creyentes que celebramos su muerte y resurrección, confiados de que así como aquellos santos resucitaron con Cristo, también nosotros viviremos con Él eternamente tal y como nos lo ha prometido.4
1 | Fernando Díaz-Plaja, Anecdotario de la España franquista (Barcelona: Plaza & Janés, 1997), pp. 252-53. |
2 | Mt 27:51‑53 |
3 | Mt 28:11‑15 |
4 | 1Ts 4:14‑17; 1Co 15:51‑52 |