Hacía poco que el general San Martín había llegado al Perú con el ejército patriota y con el ánimo de acabar con el dominio español en aquella región andina. Y hacía poco que fray Matías Zapata había llegado a Chancay para ejercer las funciones de cura interino de aquella parroquia. Tan pronto se enteró de la llegada de San Martín, el padre Zapata, que era defensor de la autoridad absoluta de la monarquía española, comenzó a atacar desde el púlpito al generalísimo:
«Carísimos hermanos: Sabed que el nombre de ese pícaro insurgente San Martín es por sí solo una blasfemia, y que está en pecado mortal todo el que lo pronuncie, no siendo para execrarlo. ¿Qué tiene de santo ese hombre malvado? ¡Llamarse San Martín ese sinvergüenza...! Confórmese con llamarse sencillamente Martín.... Sabed, pues, hermanos y oyentes míos, que declaro excomulgado vetando a todo el que gritare “¡Viva San Martín!”...»
Semanas después las fuerzas patriotas ocuparon Chancay, y el infeliz franciscano cayó en poder del excomulgado caudillo.
—Conque, señor godo —le dijo San Martín—, ¿es cierto que... usted... le ha quitado una sílaba a mi apellido?
El atrevido fraile, ahora con temor y temblor, recurrió a la excusa de que no hacía más que cumplir órdenes de sus superiores, y ofreció retractarse públicamente devolviéndole a su señoría la sílaba.
—No me devuelva usted nada, y quédese con ella —replicó el general—; pero sepa usted que yo, en castigo de su insolencia, le quito también la primera sílaba de su apellido, y entienda que lo fusilo sin misericordia el día que se le ocurra firmar “Zapata”. Desde hoy no es usted más que el Padre Pata....
«Y cuentan —concluye el popular escritor criollo Ricardo Palma en sus Tradiciones peruanas— que hasta 1823 no hubo en Chancay partida de nacimiento, defunción u otro documento parroquial que no llevase por firma fray Matías Pata.»1
En la sentencia de San Martín se cumplía el refrán que dice: «Lo que te hagan, haz, ni menos ni más», como también el refrán afín acuñado así: «Quien paga a otro en la misma moneda, saldado queda.»2
Si bien estos refranes recogen el principio de la justicia humana, rechazan el de la justicia divina. La justicia humana exige que el culpable reciba su merecido, mientras que la divina le ofrece lo que no se merece.3 Es que Dios, en su justicia sin igual, no nos paga en la misma moneda, sino que salda la cuenta de nuestro pecado en la moneda de su perdón.4 Por eso dice aquel otro refrán que sí es acertado: «El errar es humano; el perdonar, divino.»
1 | Ricardo Palma, Tradiciones peruanas (México: Editorial Porrúa, 1969), pp. 203-04. |
2 | Luis Junceda, Del dicho al hecho (Barcelona: Ediciones Obelisco, 1991), pp. 27-28. |
3 | Mt 5:38‑44 |
4 | Ef 4:31‑32 |