5 jun 2004

Premio de plata y demorado

por el Hermano Pablo

Grandes llamas brotaban del tanque de guerra. Sus monstruosas orugas estaban retorcidas y quebradas, y su cañón apuntaba inútilmente al aire.

A la vez, las metralletas disparaban sus proyectiles por todos lados, y un soldado, dentro del tanque, estaba malherido y corría peligro de muerte.

Fue entonces que otro joven, Willard McGuire, un soldado raso, bajo el fuego de las metralletas se introdujo en el tanque para rescatarlo. A pesar de recibir, él mismo, múltiples heridas, libró a su compañero de esa prisión que era su tanque. A los dos soldados los llevaron a la enfermería con graves heridas.

Mientras el héroe que había montado el rescate estaba en su cama de hospital, un comandante del ejército le dijo: «¡Buen trabajo, soldado! Lo recomendaré para la medalla de plata.»

Willard McGuire recibió esa medalla, pero cuarenta años después. Su acción merecía ese reconocimiento, sólo que tuvo que esperar cuatro décadas para que se cumpliera.

Cuando la recompensa es justa, es decir, cuando de veras se merece, vale la pena esperarla. Aquel soldado salvó de la muerte a un compañero en una de las últimas acciones de la Segunda Guerra Mundial. Los comandantes le prometieron una medalla, pero se olvidaron de él. No fue sino hasta cuarenta años después que lo llamaron para otorgarle el premio.

Las circunstancias de la vida, tanto las buenas como las malas, vienen flotando hacia nosotros en la corriente del río del tiempo, y no siempre siguen un horario justo. Hay cosas que se tardan, a veces cosas muy importantes, pero que a la larga se realizan. Un castigo pendiente por un delito puede retrasarse décadas, pero al fin, se inflige. La felicidad puede tardar muchos años, pero si se espera sin desmayo, a la larga llega.

Lo que no está en tela de juicio es que Dios es justo. Él guarda en archivo todo lo que hacemos, y tarde o temprano manda el castigo o manda la recompensa, según lo que hayamos hecho.

En la naturaleza y en toda la humanidad opera, incesantemente, la ley de la cosecha. El apóstol Pablo la recalca en estos términos: «Cada uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6:7).

Sembremos hoy justicia y rectitud, y así mañana cosecharemos paz y felicidad. Nada queda sin castigo; nada queda sin galardón. Porque Dios no es injusto. Al contrario, Dios es justo y siempre lo será.

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