—[Tía Roma], ¿te acuerdas de cuando mi hija [pasó] una tarde... por donde tú vives... y entró en tu choza y vino contándome, horrorizada, la pobreza y escasez que allí vio? ... Rufina [me contó] que tu vivienda es un cubil, una inmundicia hecha con adobes, tablas viejas y planchas de hierro, el techo de paja y tierra; me dijo que ni tú ni tus nietos tenéis cama y dormís sobre un montón de trapos.... Yo debí tenerte lástima y no te la tuve. Debí regalarte una cama, pues nos has servido bien; querías mucho a mi mujer, quieres a mis hijos, y en tantos años que [trabajas] aquí jamás nos has robado ni el valor de un triste clavo. Pues bien; si entonces no se me pasó por la cabeza socorrerte, ahora sí.
»Diciendo esto, [Torquemada] se aproximó al lecho y... [dijo]:
—Tía Roma, ven acá, toca aquí. Mira qué blandura. ¿Ves este colchón de lana encima de un colchón de muelles? Pues es para ti, para ti, para que descanses tus huesos duros y te despatarres a tus anchas.
»Esperaba el tacaño una explosión de gratitud por dádiva tan espléndida, y ya le parecía estar oyendo las bendiciones de la tía Roma, cuando ésta salió por un registro muy diferente....
—... Vaya con lo que se le ocurre... ¡Darme a mí los colchones, que ni tan siquiera caben por la puerta de mi casa!... Y aunque cupieran... he vivido tantísimos años durmiendo en duro..., y en estas blanduras no pegaría los ojos. Dios me libre de tenderme ahí. ¿Sabe lo que le digo? Que quiero morirme en paz... pero con la conciencia [limpia] .... Guárdese sus colchones, que yo tengo un camastro hecho de sacos de trapo, con una manta por encima, que es la gloria divina... Ya lo quisiera usted... Aquello sí que es rico para dormir a pierna suelta...
—Pues dámelo, dámelo, tía Roma —dijo el avaro con aflicción—. Si mi hijo [Valentín] se salva, me comprometo a dormir en él lo que me queda de vida y a no comer más que las [porquerías] que tú comes.
—... ¡Ay, señor, a cada paje su ropaje! A usted le sienta eso como a las burras [los aretes]. Y todo ello es porque está afligido; pero si se pone bueno el niño, volverá usted a ser más malo que Holofernes.1
Tiene razón la tía Roma en este pasaje de la novela Torquemada en la hoguera, escrita por el autor español Benito Pérez Galdós. Es infinitamente mejor dormir en un colchón duro y morir en paz y con la conciencia tranquila, que dormir en un colchón suave y morir en conflicto y con la conciencia atormentada. Y aunque el niño se salve, Torquemada en realidad no tiene la menor intención de enmendar su conducta malvada. Pero si eso lo sabe la tía Roma, claro que lo sabe Dios. Y sin embargo da lo mismo que cumpla o no semejante penitencia, ya que a Dios no lo podemos comprar con ningún sacrificio que hagamos. Nuestro Padre celestial no quiere sacrificios de nuestra parte, sino más bien que lo amemos.2
Determinemos entonces amar a Dios de todo corazón y vivir con una conciencia limpia, como quería la tía Roma y como lo hizo San Pablo,3 de modo que antes de morir, al igual que le ocurrió al niño Valentín al final de la novela, bien pudiéramos ver que los ángeles nos están llamando.4
1 | Benito Pérez Galdós, Torquemada en la hoguera, publicado en Colección Alianza Cien (Madrid, Alianza Editorial, 1996), pp. 82‑85; y Diego Marín, Literatura española, Tomo 2: Época moderna, «Torquemada en la hoguera» (New York: Holt, Rinehart and Winston, 1968), pp. 122-24. |
2 | Os 6:6 |
3 | Hch 23:1 |
4 | Galdós, Torquemada, Alianza Cien, p. 90; y Marín, Literatura española, «Torquemada», pp. 125-26. |