—En septiembre del año pasado, un poquito después de los temblores, cayó por aquí el gobernador para ver cómo nos había tratado el terremoto. Traía geólogo y gente conocedora, no crean ustedes que venía solo.... A la hora de los discursos se paró uno de sus acompañantes.... Y habló... de Juárez, que nosotros teníamos levantado en la plaza, y hasta entonces supimos que era la estatua de Juárez, pues nunca nadie nos había podido decir quién era el individuo que estaba encaramado en el monumento aquel. Siempre creíamos que podía ser Hidalgo o Morelos o Venustiano Carranza, porque en cada aniversario de cualquiera de ellos, allí les hacíamos su función. Hasta que el catrincito aquel nos vino a decir que se trataba de don Benito Juárez. ¡Y las cosas que dijo! ¿No es verdad, Melitón? Tú que tienes tan buena memoria te has de acordar bien de lo que recitó aquel fulano.... Bueno, no es necesario.... Ya les dirás mejor lo que dijo el gobernador.
—Me acuerdo muy bien.... “Conciudadanos [tuxcacuenses] —dijo—.... ... me duele vuestra desgracia, pues a pesar de lo que decía Bernal, el gran Bernal Díaz del Castillo: ‘Los hombres que murieron habían sido contratados para la muerte’, yo, en los considerandos de mi concepto ontológico y humano, digo: ¡me duele!, con el dolor que produce ver derruido el árbol en su primera inflorescencia. Os ayudaremos con nuestro poder. Las fuerzas vivas del Estado desde su faldisterio claman por socorrer a los damnificados de esta hecatombe nunca predecida ni deseada. Mi regencia no terminará sin haberos cumplido. Por otra parte, no creo que la voluntad de Dios haya sido la de causaros detrimento, la de desaposentaros...”
»Y allí terminó.1
En este cuento titulado «El día del derrumbe», uno de los quince que componen la obra clásica El llano en llamas, el escritor mexicano Juan Rulfo recrea con naturalidad el ambiente de su provincia natal de Jalisco. No sabemos si el acompañante del gobernador aprovechó la ocasión para citar algunos de los célebres discursos de don Benito Juárez. Rulfo no nos lo dice. Pero sí sabemos con certeza que al gobernador mismo le hubiera convenido poder citar las siguientes palabras de Juárez con la misma sinceridad con que aquel gran reformador mexicano las pronunció: «Como hijo del pueblo, nunca podría yo olvidar que mi único título es su voluntad, y que mi único fin debe ser siempre su mayor bien y prosperidad.»2
Si bien Benito Juárez no negó sus raíces sino que reconoció, una y otra vez, para beneficio temporal de sus compatriotas mexicanos, que era «hijo del pueblo» y que jamás lo olvidaría,3 Jesucristo, el Hijo de Dios, se hizo «Hijo del hombre» para beneficio eterno del mundo al que vino a vivir y a morir. A eso se refería Cristo cuando dijo que «el Hijo del hombre no vino para que le sirvan, sino para servir y para dar su vida en rescate por muchos».4 De modo que tiene razón el gobernador en el cuento de Rulfo. La voluntad de Dios no es causarnos mal ni detrimento alguno. Dios quiere, más bien, así como quería Juárez para su pueblo, nuestro «mayor bien y prosperidad».
1 | Juan Rulfo, «El día del derrumbe», El llano en llamas, Prólogo de Sergio López Mena (México, D.F.: Random House Mondadori, 2004), pp. 166‑71. |
2 | Benito Juárez, Discursos y manifiestos, Recopilación de Ángel Pola (México: Pola, 1905), p. 97, citado en Flor y látigo: Ideario político [de] Benito Juárez, Selección y prólogo de Andrés Henestrosa (México, D.F.: Boletín Bibliográfico de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, 1957), p. 66. |
3 | Ibíd., p. 195, citado en p. 7. |
4 | Mt 20:28; Mr 10:45 |