«De lo alto del cerro se veía... la vertiente, de seiscientos metros... cubierta de muertos, con los cabellos enmarañados, manchadas las ropas de tierra y de sangre, y en aquel hacinamiento de cadáveres calientes, mujeres haraposas iban y venían como famélicos coyotes esculcando y despojando.
»En medio de la humareda blanca de la fusilería y los negros borbotones de los edificios incendiados, refulgían al claro sol casas de grandes puertas y múltiples ventanas, todas cerradas.... Y sobre el caserío risueño se alzaban una [casa de campo] de esbeltas columnas y las torres y cúpulas de las iglesias.
»—¡Qué hermosa es la revolución, aun en su barbarie [misma]! —pronunció Solís conmovido—... Lástima que lo que falta no sea igual. Hay que esperar un poco. A que no haya combatientes, a que no se oigan más disparos.... ¡Qué chasco... si los que venimos a ofrecer todo nuestro entusiasmo, nuestra vida [misma] por derribar a un miserable asesino, resultásemos los obreros de un enorme pedestal donde pudieran levantarse cien o doscientos mil monstruos de la misma especie!... ¡Pueblo de tiranos!... ¡Lástima de sangre!
»Muchos federales fugitivos subían huyendo de soldados de grandes sombreros de palma y anchos calzones blancos.
»Pasó silbando una bala.
»Alberto Solís... se sentó tranquilamente en una peña.
»Su sonrisa volvió a vagar siguiendo las espirales de humo de los rifles y la polvareda de cada casa derribada y cada techo que se hundía. Y creyó haber descubierto un símbolo de la revolución en aquellas nubes de humo y en aquellas nubes de polvo que fraternalmente ascendían, se abrazaban, se confundían y se borraban en la nada.
»—¡Ah —clamó de pronto—, ahora sí!...
»Y su mano tendida señaló la estación de los ferrocarriles. Los trenes resoplando furiosos, arrojando espesas columnas de humo, los carros colmados de gente que escapaba a todo vapor.
»Sintió un golpecito seco en el vientre, y como si las piernas se le hubiesen vuelto de trapo, resbaló de la piedra. Luego le zumbaron los oídos... Después, oscuridad y silencio eternos...»1
En este pasaje de la novela Los de abajo, es evidente que su autor, Mariano Azuela, sabía describir la Revolución Mexicana por haberla vivido él mismo, dentro de las filas de los insurgentes. Pero también es evidente la decepción que la revolución le habría de causar, la que él manifiesta en boca de su personaje Alberto Solís.
Menos mal que, a diferencia de la Revolución Mexicana, la revolución del alma humana que vino al mundo a efectuar Jesucristo, si bien fue sangrienta, no exigió que vertiera su sangre nadie más que Cristo mismo, el Hijo unigénito de Dios. Esa revolución espiritual da pie a que, en lugar de exclamar: «¡Lástima de sangre!», podamos decir más bien: «¡Gracias a Dios, la sangre de Cristo no se vertió en vano, sino que valió la pena, pues efectuó una revolución que no condena a sus partidarios a “oscuridad y silencio eternos”, sino que les asegura un pasaje en el tren que ha de llevarlos a la gloria.»
1 | Mariano Azuela, Los de abajo, 2a. ed. (México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1995), pp. 78‑79. |